El terror y sus curas.
Por. Carlos Jiménez.
El terror está ahí, en la ciudad que en apenas medio siglo dejó de ser un pueblo, no porque simplemente se hiciera grande, muchísimo más grande, sino porque se hizo enorme llenándose de desconocidos. Al terror lo trajo la llegada de los desconocidos y todavía más que esa llegada masiva e incontrolada, la transformación de todos en desconocidos. De los que estaban y de los que llegaron. El desconocimiento es una calle de doble vía - desconoce y te desconocerán- y no un Einbahnstrasse, una calle de única vía, como la que aún tenía en la memoria y en el corazón el berlinés Walter Benjamin cuando escribió, en los años 20 del siglo pasado, los textos radicalmente urbanos que reunió bajo ese título inevitable, desgraciadamente insuficiente.
El terror adoptó tempranamente forma literaria en los cuentos del bostoniano Edgar Allan Poe y en las fotografías que Atget hizo de las calles desiertas de París se mostró despiadadamente bajo las formas de la ausencia, del vacío. La ciudad, mejor, la metrópolis del desconocimiento mutuo es un lugar de ausencias: no hay nadie en ella. Aunque la ocupen cotidianamente las más ingentes multitudes (inevitable, esencialmente transitorias, fugaces) en la ciudad no reside nadie porque en ella nadie es nadie para nadie.
Otro fotógrafo, Herbert Bayer, ofreció, también tempranamente, una imagen remedial o, quizás más exactamente , curativa de esta nadería. La ofreció en varias fotos pero yo prefiero recordar ahora la que hizo en 1932 y que bajo el título de Lonely Metropolitan -Metropolitano solitario- muestra el ángulo de un patio que no sé si es de un edificio de apartamentos de Berlín o de Paris (aunque su estilo beaux arts mueva a inclinarse por esta última) , sobre el que se sobreimponen las manos ciclópeas de un hombre, en cuyas palmas se sobreimprimen a la vez los ojos (¿ensoñadores? ¿melancólicos?) de una mujer. Evidentemente se trata de una alegoría, situada todo lo lejos que se puede de la fotografía documental y de su pretensión de mostrar escuetamente lo que hay, tal y como este aparece en su claridad formal delante de los ojos. O más exactamente de una mirada adánica, sin culpa ni promesa de redención. En cada uno de los apartamentos que se abren sobre el patio que fotografíó Bayer , en cada una de esas estancias que duplican tal vez deliberadamente el aislamiento de las celdas monacales y hasta de las carcelarias, un don nadie, un solitario, sufre la experiencia de que sus manos ya no sean medios de acción sobre el mundo y sus semejantes sino meros miembros amputados que lo mejor que pueden en su inercia fúnebre es sumarse como un motivo más a la composición de una quimera. O sea a ese tipo de estructura alegórica que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua todavía insiste en reducir a esta única figura : Monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. ( Inútil esta tentativa académica de sometimiento y reducción, que se debe integramente a una taxonomía neoclásica por definición. La alegoría custodia y a la vez abre la salvaje proliferación de signos del barroco. De todo barroco, aún de ese barroco doblemente anómalo porque es anómalo con respecto a su propio definición canónica, que rige la economía imaginaria de la gran ciudad.)
El patio como la calle como la plaza están vacíos, ocupados apenas por una quimera, como Frankenstein. O por un fantasma, como el de Canterbury. O un vampiro, como el Conde Drácula. Evidentemente Mary Shelley, Oscar Wilde y Bram Stocker fueron más lejos que Poe. O no más lejos: simplemente se alejaron de él con su formulación de distintos tipos alegóricos ofrecidos, además , como otras tantas curar al terror que anida , como un huevo de serpiente, en la ciudad del desconocimiento y el vacío. Esta tésis merece, sin embargo, una aclaración, porque nada de ella se entiende sino se entiende en que consiste el terror.
Empecemos diciendo que su papel, tan distinto al del miedo y la crueldad ,es semejante al del mecanismo psicológico que compensa a quienes han perdido por amputación uno de sus miembros con la formación de un remplazo fantasmal del mismo, que en vez de estar y actuar como el miembro perdido, duele. El terror que experimentan persistentemente las masas de la gran ciudad está en el lugar de las amputaciones más vastas y complejas que han aislado al individuo del resto de sus congéneres y que en vez de ser suturadas, reconstruidas, reincorporando al individuo como un órgano al cuerpo social, son compensadas fantasmáticamente por ese desasosiego y esa espera dolorosa e indefinida de una agresión mortal que son la sustancia misma del terror.
En este contexto las alegorías terroríficas cumplen una tarea de índole catártica que consiste en la descarga emocional, en la liberación de tensiones que produce en cada individuo el hecho de que cualquiera de ellas da forma, rostro, nombre, aspecto al terror, sacándolo de ese estado de amenaza innominada y amorfa que pende sin tregua, como una espada de Damocles, sobre todos nosotros.
Cuando el terror tiene rostro nos curamos de él. Así sólo sea para que mañana nos vuelva a amenazar.