Museo Welcome, Carrera 1 # 18-65, Cali, 20 de noviembre de 1997.
El Primer Festival Municipal de Performance es una exhibición curada -en el sentido de dar una dirección, dar forma a un evento, dar forma a un concepto- organizada y producida por Juan Mejía y Wilson Diaz en la carrera 1 # 18- 65 , el 20 de Noviembre de 1997 en un antiguo billar el cual fue bautizado irónicamente "Museo Welcome", con un aviso que se colocó a la entrada de este espacio. Este primer Festival de Performance tuvo un carácter experimental y de investigacion pues se realizó con el propósito de ver y descubrir quiénes y cuántos eran los artistas interesados en expresar su pensamiento y materializar su obra en este tipo de técnica en la ciudad de Cali. Se realizó una invitación abierta a participar como exponente, y como público, claro está teniendo en cuenta que por el carácter íntimo?underground del mismo evento (además por motivos económicos), la convocatoria no fue masiva, pues se realizó un afiche en fotocopia (una técnica interesante por su carácter de reproducción barata y, además, económica) que se colocó en todos los sitios donde pensamos encontrar un público interesado en este tipo de manifestación y en la creación de una escena artística local flexible, atractiva y actual. Se realizó una invitación abierta a participar y quienes aceptaron fueron programados en el transcurso del día, se presentaron 18 trabajos individuales o en grupo. La calidad de varios de los trabajos le dio peso y validez al evento, además el desarrollo del mismo fue una importante experiencia para el público. Los espacios entre acción y acción eran ocupados por música escogida para tal fín, la mayoría de las acciones fueron cortas presentaciones y solo hubo una acción que ocupó un espacio de tiempo que se puede considerar "de larga duración". En un primer momento se pensó que el festival durara 2 días, como se puede ver en el afiche, pero el evento mismo tuvo tal intensidad que agotó cualquier posible desarrollo más allá de un día. Esta jornada de performance (un día) como forma de experiencia en el tiempo es un buen descubrimiento de este primer Festival, el público asiste a un tipo de experiencia catártica que exige tiempo y atención y que espera del público su asistencia de 9 am. a 7 pm.: en resumen, y como posición básica, anteponíamos experiencia y resistencia vs. costumbre y confort.
Este Festival fue muy importante para la escena artística emergente caleña, pues se aclararon y radicalizaron diferentes posiciones de los jóvenes artistas con respecto a las formas de representación en arte, a las posibilidades y límites de las diferentes técnicas, y se vio la importancia de contar con espacios independientes y abiertos dónde presentar formas de pensamiento y expresión innovadoras y experimentales (en el mejor sentido del término).
Siendo casi todos los participantes estudiantes de arte en ese momento, se suscitó una discusión interesante con los funcionarios de la institución donde ellos cursaban sus estudios, y quienes también como espectadores estaban presentes, pues algunas de las obras fueron bastante polémicas y además chocantes, la responsabilidad y límites de la institución entró en cuestión, puesto que los participantes estaban ahí como artistas, mas no como estudiantes.
Participaron en este Festival los artistas y grupos de artistas: Helen Martan / Andrea Valencia / Fabio Melesio Palacios, Mauricio Vera / Ernesto Ordoñez, Luis Mondragon / Mauricio Vera, Fernando Pertuz, Ana Maria Millán / Juan Pablo Velasquez / Paula Andrea Agudelo, Yohana Martinez, Marlan Ampudia, Cesar Alfaro Mosquera, Salomé Rodriguez, Carlos Quintero, Guillermo Marin / Oscar Becerra / Marcela Gomez, Connie Gutierrez, Leonardo Herrera, Leonardo Herrera / Tomás Reyes, Marcelo Hurtado, Carolina del Llano / Fernando Hidalgo, Wilson Díaz / Duberney Marín, Paul Arias.
WELCOME!
Por Juan Mejía*
Además de algunas obras en conjunto, con Wilson Díaz habíamos incursionado en algo de gestión artística, paralela a la recién comenzada actividad docente. Un pasquín, un seudo mural, una presentación casera de videos caseros llamada “Videhogar”, y una serie de exposiciones de trabajos de estudiantes de la escuela de Bellas Artes, entre las que se incluyó una versión medio pirata del Do It franco-colombiano, y la exposición Sin título en una casa del norte de Cali, en la que se presentaron pinturas, esculturas, fotografías e instalaciones
Surgió la idea de hacer un evento de performance, campo en el cual Wilson se desempañaba en ocasiones, y para el cual no había una plataforma específica de presentación. Nos prestaron el mejor espacio, una especie de loft en un segundo piso de muchos metros cuadrados ininterrumpidos (excepto por algunas columnas estructurales que demarcaban el espacio), entre la carrera primera y el río Cali, con grandes ventanales hacia ambos lados, un baño dañado, y una barra de atención a la clientela, sobre la cual pusimos la greca de tinto que nos prestó la escuela. Allí había funcionado un billar y otros negocios, pero ahora llevaba mucho tiempo desocupado. No había agua y sí mucho, mucho polvo y mugre cubriendo todo. La trapeada fue larguísima y dispendiosa; un rato nos ayudó Rosemberg Sandoval, quien luego estuvo ausente en el evento. Pero fuera de esto, no hubo mucha más vuelta. Una convocatoria abierta unas semanas antes a los estudiantes y a todo el que quisiera participar, que se extendió a Bogotá, una lista que se iba escribiendo a medida que iban respondiendo y que determinaba el orden de aparición, una invitación al evento que fue más verbal que cualquier otra cosa, aunque también sacamos unas fotocopias con una imagen de Paul McCarthy que anunciaban el Primer Festival Municipal de Performance y Acción plástica. En ese momento no estábamos pensando ni de lejos en su regularidad, o por lo menos yo no tengo ninguna conciencia de eso, pero así se llamó, en un tono de parodia institucional, y asimismo, durante esa tarde del 20 de noviembre de 1997, el local se llamó “Museo Welcome” por virtud de un pedazo de cartulina y un marcador rojo.
La gente llegó toda muy a tiempo de las 2 de la tarde y algunas acciones se fueron haciendo a sus lugares. Creo que Salomé fue de las primeras en tomarse un rincón y empezó a jugar con un grupito de gente eso que juegan con monedas los niños de la calle. Mondragón con delantal amarillo instaló un puesto de venta de tostadas de plátano con ají, con unas pinturas en la pared y una lámpara reflectora. Al frente, metidas en un nicho, Ellen Martan y Andrea Valencia estaban vestidas de algo como entre guerrilleros y ninjas, tras una mesa enmantelada con una bandera que podría ser de la ETA, y sostenían unos papeles que podrían ser de negociación o de plan terrorista. Creo que los estuvieron leyendo en voz alta pero cuando yo las vi sólo estaban ahí quietas. Una cinta de enmascarar delimitaba su espacio, y su silencio las volvía aún más impenetrables. En todo caso parecía una pintura o un diorama muy bien hechecito y vistoso.
Yohanna Martínez llegó al recinto con un violinista detrás, que la seguía adonde fuera que ella se moviera. Esta fue una de las acciones que más me gustó, aunque fue como más bien cortica y poco espectacular. Como imagen y como idea la concibo más como un dibujo, con su línea y su recorrido. El violinista era algo así como un pretendiente, o un servidor, o un angelito, o como una estela musical que ella iba dejando. De cualquier manera, lo cómico cortaba lo poético y lo volvía medio patético.
De pronto Mauricio Vera y Ernesto Ordóñez desplegaron por todo el espacio central una gran cantidad de medias veladas unidas en zig-zag, luego se desvistieron, se quedaron en calzoncillos y se empezaron a poner las medias y se acurrucaron en el piso. Supongo que fue la cuota de travestismo y empelotamiento propios de cualquier evento que envuelva las artes del cuerpo, pero recuerdo vívidamente el ritmo al lanzar las medias y el dominio del espacio que con ello lograron, como algo que marcó una pauta temporal y gestual que dio comienzo a una serie de vigorosas acciones que se sucedían acaparando diferentes áreas de la zona y toda la atención del público presente.
Un disco nuevo de Portishead marcaba los comienzos y los finales de las acciones y se adecuaba perfectamente a la creciente curiosidad y expectativa general. Los accesorios y escenografías, si los había, eran dispuestos muy eficazmente en los intervalos musicales.
Luego fue Pertuz. Una mesita con mantel, asiento, plato, copa, cuchillo, pan tajado y manzana. Estaba vestido con un pantalón de cuadritos bonito, camisa y tirantas, como un señor. Cogió el plato y la copa y ahí contra la pared, de pronto se bajó los pantalones y se cagó contundentemente en el plato, y después orinó, con más dificultad, en la copa. Luego se sentó y miró lentamente y como con desafío a todo el público que estaba a su alrededor. Yo diría que éste estaba todo estupefacto, pero no me consta porque yo en efecto lo estaba, a pesar de, o justamente tal vez a causa de que sabía lo que iba a hacer. Él mismo me lo había contado un rato antes y yo le había contado a Wilson. Esparció la mierda sobre el pan e hizo como una especie de sándwich que luego empezó a comer masticando muy despacio, y pasando con pedazos de manzana y sorbos de orina. A medio sándwich, cuando no pudo más, se levantó tranquilamente y salió del recinto. Pertuz había viajado toda la noche en flota desde Bogotá y había llegado esa mañana. Fue a Cali a comerse su propia mierda y se devolvió a Bogotá. Siempre he dicho que si eso no es arte, entonces nada lo es. Aparte de la metáfora, legible por varios lados, la convicción y motivación de venir a hacer esa vuelta tan importante. Por lo demás, esa acción no pudo haber sido ejecutada de manera más precisa, elegante e inexpresiva. Sólo una foto registra un instantáneo gesto de desagrado en la cara del artista.
César Alfaro había llegado con un morral taqueado y una especie de lienzo largo que en algún momento extendió en el suelo. Sobre él fue disponiendo lenta y organizadamente, a manera de punto de venta informal, una serie de objetos suyos que las fotos hoy nos recuerdan: un ajedrez, unos vasos de vidrio y otros metálicos, un metro, destornilladores, alicates y otras herramientas, muchos cassettes, ropa, papel higiénico, una pipa, un marco, una cosedora, varios libros, entre ellos Moby Dick, La muerte en Venecia, Velásquez de Ortega y Gasset. Se parecía mucho a “Una cosa es una cosa”, paradigma del performance colombiano, pero incorporaba en efecto la venta o el intercambio de sus pertenencias.
A escena luego entró Marlan Ampudia de princesa, con un vestido blanco de encaje, zapatos blancos de tacón, grandes aretes de perlas y una moña en forma de corona también rodeada de perlas. Traía entre brazos una gallina, blanca como su atavío, y un cetro dorado. Todo muy bonito y muy perverso, era evidente lo que iba a pasar. Se paseaba en su rincón de lado a lado acariciando y contemplando al animal, y con lo mismo provocando al público. Entonces acostó la gallina en el piso, le puso la vara en el cuello, pisándola a lado y lado con los pies, y jaló a la gallina de sus patas hasta que la pobre expiró luego de un fuerte aleteo. Tal vez sea escandaloso hacer de su muerte un espectáculo en nombre del arte. Tal vez no haya justificación para ese sacrificio, y se trate de un despliegue gratuito de maldad. Tal vez es un ejercicio del poder humano, que nos abochorna cuando se nos muestra tan de frente. Tal vez se haría un sancocho después, pero es que no nos gusta sentir la culpa del testigo del crimen, del cómplice. Tal vez sólo los vegetarianos pueden protestar por esta acción, tal vez no. Tal vez lo importante es que la gallina no hubiera sufrido mucho (tal vez sufrió uno o dos segundos más de la cuenta). Tal vez no esté resuelto este problema.
Yo, por mi parte, iba a actuar en el festival. Me había inscrito en la lista y estaba programado para las 5:15 p.m. Quería atravesar el espacio a nado. La idea era ponerme el vestido de baño, que por alguna razón pensaba que debía ser una tanga, arrastrarme por el piso los 30 o 40 metros que podía medir de pared a pared, nadando en el estilo libre más rigurosamente posible, y al otro lado limpiarme con una toalla. No lo hice, la acción se redujo a contarles a dos o tres personas lo que iba a hacer, me pareció suficiente en ese momento. Pero participé de otro modo. Días antes le di unas instrucciones a Ana María Millán para que hicieran un performance. Debían trabajar con Juan Pablo y otros, ponerse unas orejas de conejo, e ir leyendo textos de teoría del arte hasta que viniera alguien y les cortara las orejas. Era como una cosa con Beuys, pero invertido, como que la liebre se había reproducido y ahora las liebres sabían mucho, o que sólo aquellos con orejas podían repetir el discurso, y con orejas mochas quedaban mudos, no sé. En todo caso lo hicieron con Paola Agudelo y Fabio Melecio. Instalaron una sala con tapete y sillas hogareñas, se uniformaron como colegiales, y produjeron unas orejas divinas con un esqueleto de cartulina cubierto de cera rosadita, que Paola les fue cortando al cabo de un rato de lectura simultánea en voz alta, con lo cual efectivamente se iban quedando callados; luego ella se los llevó de la mano y dejaron ahí tiradas las fotocopias y los pedazos de oreja.
Como con el mismo tema del discurso, Carlos Quintero iba murmurando uno ininterrumpido a distancia del público, de manera que no se le oía ni entendía nada, como en un soliloquio permanente, pero en ese tono de profesor que lo caracterizaba. Entre una escenografía de peluche y unos bombillitos de colores, se iba desvistiendo, se acostaba, y luego se volvía a vestir, sin dejar de mover la boca. Ahora que lo pienso, hay algo en el discurso extendido que es equivalente a desnudarse, pero no sé si de eso se trataba. Igual, al final, sus amigos y alumnos se fueron acercando y se sentaron junto a él, rodeándolo.
Ya afuera se iba oscureciendo y fue el turno de Leonardo. Marcó su lugar con una especie de atril plano, un mueble de madera torneada que hizo las veces de altar. Sacó una respetabilísima cantidad de perico y con un cuchillo igual de respetable empezó a alinearlo sobre la mesa, escribiendo los apellidos de performancistas famosos como Kaprow, Oiticica y Beuys. Luego todos los que quisimos nos lo fuimos metiendo letra por letra. Este trabajo, con todo y lo delictivo, daba en el centro de un aspecto del evento general que ya para entonces era ineludible, y era su carácter de comunión. Todos podrían conservar su distancia y su sentido crítico, sin duda. Pero todos permanecían en el lugar, creo yo, movidos por la seguridad de que algo muy importante y fuerte había estado teniendo lugar durante estas horas. Algo en el ambiente ya superaba cualquier individualidad. No era posible no verse afectado.
La entrada musical de Wilson suministró una cuota importante de distensión y alegría. Había practicado durante varios días con Duberney, quien le acompañaba en el órgano. Cantó una canción difícil de Illya Kuryaki y otras con mensajes velados para mí, porque se sabía que yo me iría unos meses después a vivir por fuera. Estaba todo vestido de negro, cantó muy bien y la gente toda emocionada gritaba y aplaudía al final.
Leonardo y Tomás habían sido los mejores amigos pero ahora estaban como peleados. Hicieron un duelo sobre un tapete largo de plástico negro. Se apuntaban con pistolas con los brazos extendidos durante un rato largo. Era fantástico, ganaba el que más durara con el brazo extendido, que no me acuerdo quién fue. Luego corrió la voz de que eran pistolas de verdad y que estaban cargadas. Yo no sé, y no me consta, pero igual ya era tiempo de irse.
Para cerrar, Paul de un solo golpe rompió todos los vidrios transversales de un ventanal lateral de los que daban hacia la carrera primera, y se salió por ahí de un salto. Fue asustador porque desde adentro parecía que se hubiera lanzado al vacío, desde el segundo piso en el que estábamos, y además Paul era capaz de hacer muchas cosas. Pero resultó que por un alero se voló y se metió en el local contiguo que estaba desocupado. Al ratico volvió y nos contó cómo era.
Giovanni había estado toda la tarde tomando unas fotos muy buenas (que son las que hoy reviso para hacer el recuento en orden), con la serenidad propia del reportero y de su mismo carácter. Pero en este punto final le estallaron los nervios y dijo que no más, y que qué era todo eso que estaba pasando y que qué justificación tenía. Nunca lo había visto ni lo volví a ver tan alterado.
Justificación no sé. Lo que pasó fue que se abrió un pequeño espacio y la respuesta fue enorme. Nunca me imaginé tanta participación ni tan buena orquestación. Lo que he relatado no fue todo lo que pasó. Había también una niña en patines, Guillermo recreó con sus modelos una “Caída del hombre”, Connie proyectó diapositivas, otros hicieron como unos rituales. Además había varias cámaras de video y reflectores. Gente ocupada en asuntos específicos. Los cambios de lugar y de accesorios, la música, la logística, el timing, todo hacía parte de una gran acto performático, en el buen sentido de ejecución y desempeño que tiene la palabra.
Más que obras, los performances son gestos. La obra implica lo acabado, el acabado. El gesto, en cambio, es ese excedente barthesiano, ese tercer significado obtuso, que sobrevuela y a la vez viene a configurar la esencia del trabajo artístico. El performance está desnudo porque el que lo hace asiste a él en simultánea con el público, y ninguno de los dos sabe de antemano cómo va a salir.
Ese día fue maravilloso.
*(1966) artista plástico y docente en la Universidad de Los Andes, Universidad Jorge Tadeo Lozano, y tutor en la Maestría en Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional de Colombia. Vive y trabaja en Bogotá.